lunes, 6 de junio de 2011

LA HOGUERA BARBARA Vida de Eloy Alfaro

Alfredo Pareja Diezcanseco

Introducción
Escribir la vida de Eloy Alfaro vale tanto casi como escribir la historia de la República del Ecua-dor, a partir de su separación de la Gran Colombia de Bolívar. No he pretendido esto, que será afán de otras tareas. He querido presentar a un hombre, pero su retrato de gran americano se individualiza en los primeros planos de un paisaje histórico de muchos años, y se reafirma entre las innúmeras figuras de un coro trágico.
 Ningún hombre, después del Libertador, se empeñó tanto y de manera así de tenaz, como se empeñara Alfaro por conseguir no sólo la reconstrucción de la Gran Colombia, sino la perdurable solidaridad americana. Uno de los pocos americanos de creación, le llamó José Martí. Toda la historia de mi país es una historia de dolor.
 Hoguera de pasiones, y no de las peores, por crear un homogéneo espíritu nacional, siempre quebrándose a causa de pecados originales y de las geografías opuestas, no conciliadas por una economía suficientemente desenvuelta.
No es, pues, debido sólo a la terrible muerte que Alfaro y algunos de sus tenientes recibieran que he llamado a este libro La Hoguera Bárbara. Hoguera fue por ancho tiempo toda la Patria, bárbaramente encendida en luchas fratricidas.
La perspectiva histórica para esta vida es corta, lo sé. Pero, a más de que el tiempo en estos países tiene otra medida, procuro, con el ejemplo de una vida extraordinaria, servir a los intereses nacionales de hoy, y también, un tanto, al devenir de los pueblos americanos. Una historia sin pasión deja de serla.


Desarrollo
El General de las derrotas  (Montecristi)
Hacia arriba y hacia abajo, por las ondulaciones amarillas, secas, el cuerpo echado ade-lante por el esfuerzo de tirar del barril de agua, o corriendo a un lado para no ser atropellados en las bajadas, los aguadores se acercaban al pueblo antes de que las primeras luces del amanecer descubrieran el secreto de los tejedores de sombreros.
El viento traía, envolviéndolo en largas ondas un fuerte y alegre olor de sal. Y el mar, a pesar de no escucharse a esa distancia, presentíase rompiendo altos tumbos contra la playa inmensa y solitaria. Así, la vida en Montecristi empezaba mansamente todas las mañanas.
Detrás de las albarradas, se movían inquietas gallinas o ladraban perros de largas canillas y vientres magros, mientras que en las chozas que circundaban el poblado, la paja, delgada y flexible, se torcía entre ágiles dedos, cuando la hora aún era propicia para que el sol no la tostase.
Porque los sombreros finos había que tejerlos de suerte que ninguna precaución faltara: debajo del toldo, hombres y mujeres de piel cobriza y ojillos perdidos entre innumerables arrugas, trabajaban encorvados, ausentes del tiempo.
Meses enteros requería dar fin a los mejores, aquéllos tan suaves y ligeros como un pañuelo de seda y que pagaban a buen precio a bordo de las goletas que, de tarde en tarde, largaban anclas frente a la playa de Manta. Y ocurrió que cierto día, cuando el Estado del Sud, con el nombre de Ecuador, acababa de separarse de la Gran Colombia, llegó al pequeño pueblo un emigrante español.
Llamábase Manuel Alfaro, capitán de guerrillas en la Península, donde, llena su cabeza con el romanticismo liberal de la época, había sido de los sublevados contra el absolutismo de Fernando VII.



La primera insurgencia
Aquel día de San Pedro y San Pablo, ni los tejedores de sombreros ni los cogedores de
tagua se habían preocupado de sus labores. Los tagüeros vinieron de la montaña la noche anterior y los moradores de la pequeña ciudad, desde muy temprano no tuvieron otro menester que el de preparar bebidas y dulces para la fiesta.
Al romper el alba, ya las mujeres daban los últimos toques a las cintas para los premios a los jinetes o la puntada final a los banderines tricolores que colgarían más tarde de las ventanas. Por el camino del mar, venían a buen paso los pescadores, esperanzados en llegar antes de que el sol les hiciera fatigosa la marcha. Ya en la mitad del verano, la sequía terminaba con los restos verdes que el invierno hiciera brotar de súbito y como por encantamiento a las primeras lluvias.
En el ocre hostil de la tierra, moteaban, a largas pausas, puñados de yerbas todavía dulces. A la entrada del pueblo, echado en las faldas de una colina, el pescado salado mezclaba su rancio olor con el aguardiente que los arrieros descargaban en grandes damajuanas del lomo de los burros. Y los vendedores de maní y sal prieta, acomodando su mercancía en charoles de madera, se apresuraban por ganar los mejores puestos de la plaza, mientras ensayaban las voces en el pregón triste y musical.
Por los caminos que venían de la montaña, Eloy y su hermano mayor, José Luis, bien montados, galopaban ya mediado el sol. Vestían alegres ponchos de hilo y cubrían las cabezas con grandes sombreros de paja blanca.
Espoleaban los caballos porque temían llegar tarde para la fiesta, ocupados como habían estado en vigilar la cogida de la tagua para el cargamento que don Manuel debía embarcar desde el puerto de Manta. Hartos de calor, habían pasado el último día entre los cogedores: partían el fruto acalabazado para dar con las nueces, que luego colocaban rápidamente en la canasta que llevaban a la espalda, arrojándolas con la derecha hacia atrás. Bajo las pequeñas palmas de hojas redondas, muchas yacían esparcidas fuera de la fruta madre, como si un remezón tremendo hubiese sacudido el palmar entero. Y ambos hermanos, ahora, después de la tarea, retomaban a Montecristi para alcanzar los mejores momentos de la fiesta.
El paisaje comenzó a cambiar: de verde jugoso, era ya desértico; de bullicioso de pájaros y árboles, sólo el silencio se podía escuchar entre el viento que alborotaba las crines de los caballos. La primera chozas pajizas se alinearon a la entrada, y luego las casas blancas, azules y amarillas, de tejados rojos, se distribuían alrededor de la plaza central.
Desmontaron. Eloy amarró el caballo a un estante, enjugose el sudor del rostro, se despidió del hermano y se fue en busca de los amigos. La plaza estaba cargada de gritos y de risas. Cuando la banda del pueblo cesaba de tocar por unos minutos, se distinguían las voces: –¡Viva el Presidente Negro! ¡El Presidente de Guinea! Se apretaba la multitud.
Una salva de aplausos saludó la aparición de un cuerpo llevado en andas, teñido en negro el rostro, en la cabeza un alto sombrero de copa y alas torcidas hacia arriba. Se le podía ver las grandes sópalas de una roída levita azul, y entre ellas, la verde corbata entre el albo chaleco de rayas coloradas. –¡Viva el Presidente Negro! El candidato reía y saludaba con la mano, que resta.
El coronel Alfaro
No se equivocó: al día siguiente de su partida, el gobernador Salazar violó el pacto de El
Colorado y empezó a perseguir a los liberales y a sus propios cómplices, los partidarios de Antonio Flores. Su peligrosa jugada requería del silencio para recuperarse: quedaba ahora fiel a García Moreno, exterminando a los que supieron de sus maniobras.
Le fueron llegando las noticias al Istmo con aquella exacta y repetida lentitud de lo irremediable. Don Manuel Albán, aprehendido y enviado a Quito a ser el compañero de martirio de Juan Borja, el rebelde reducido a la enfermedad y a las cadenas, llagado, canceroso, apenas respirando bajo el peso de los grillos y de los desprecios, obligado a presenciar el fusilamiento del general Maldonado, y abandonado después a la muerte, sin serle concedido un auxilio, ni siquiera el de la presencia confortadora de su madre, sin otra compañía que la suciedad y la miseria de su carne apedazada.
La muerte de Maldonado, ejecutado entre lágrimas de los mismos soldados del tirano, frente al dolor de su esposa, a plena luz y en media plaza principal, mientras García Moreno, con sus ojos de búho miraba al vacío, paseándose en espera de escuchar los disparos. Tres de los hombres que le habían acompañado en su aventura de tomar preso al gobernador Salazar, pasados por las armas en Montecristi.
Un anciano campesino, que se había refugiado en la montaña, para no verse obligado a cumplir órdenes de espionaje, traído a soga y cobrada su vida a trueque de la desobediencia, y cuando ya el país estaba totalmente pacificado. Noticias de muerte, presidio, flagelación, destierros... Ni en Panamá ni en San Salvador, donde se alojara en casa de su amigo de la infancia, José Miguel Macay, emigrado años antes y establecido en negocios en ese país; ni en los viajes, la paz venía a su espíritu. Le exasperaba el exilio.
Las ideas le bullían, preparando la acción: iría a Lima, hablaría con el general Urbina, procuraría tomar parte en otra aventura... Como don Manuel Alfaro regresara de Europa, le escribió lo que había hecho, sin mujeriles lloriqueos de arrepentimiento. A mas, le pidió recomendaciones para el Perú. A comienzos de 1865, se encontraba ya en Lima, donde obtuvo trabajo en una casa de comercio, en tanto esperaba la ejecución de los nuevos planes de Urbina: la lucha, esta vez, era a muerte, bien que lo sabía. Urbina amagaría el golfo de Guayaquil con una escuadrilla, y él, señor capitán, iría a Manta, donde un buque de Urbina le esperaría para insurreccionar la provincia. Fruto en agraz, no sería cogido aún. Le sorprendió una fuerza del Gobierno.
Fue interrogado: repuso que venía por negocios de su padre, alejado de la política. Así le permitieron seguir viaje a Montecristi, informose del desastre que Urbina sufriera en Jambelí, donde García Moreno en persona, dirigiendo la batalla naval, le derrotó y halló placer en fusilar, a horas distintas, uno a uno, extremando el castigo, hijo frente a padre, padre frente a hijo, a más de la mitad de los prisioneros de guerra.* No tenía otra alternativa que la fuga. Viajó ocultamente a Guayaquil, por falta de vapores en Manta.
En Guayaquil hallábase aún García Moreno, fresca la sangre de los caídos en Jambelí sin fórmula de juicio y en el mismo sitio de la victoria, y fresco también el patíbulo con la sangre del argentino Santiago Viola, al que arrebató la vida, en arranque de cólera, por unas cartas encontradas entre los papeles que Urbina dejara en su huida. La ciudad estaba conmovida.
Desde el caserío de la Colina hasta los astilleros del Sur, el terror garciano ponía sombras en los gestos de las gentes y en el aire que circulaba por los alrededores de la casa de gobierno. La audacia de Alfaro al acercarse a los dominios de la tiranía, se vio compensada: viejos amigos de don Manuel le ayudaron para que embarcase escondido.
Alguno creyó reconocerle: negó su identidad con firmeza –el pasaporte no era indispensable en aquellos tiempos– y tan impenetrable como era su rostro, pudo llevar al desconcierto al agente del gobierno. A poco, el zarpe del buque le salvaba nuevamente de la cárcel, de la flagelación o de la muerte. *** No cabe duda que García Moreno era un constructor. Su preocupación civilizadora y a frecuentes ratos, genial, no le era negada, en verdad, por sus enemigos, por esa categoría de enemigos, como Alfaro y como Montalvo, que intuían o conocían su poderosa inteligencia, extraviada, eso sí, en el empeño de dotar al Ecuador de una cultura postiza que lo llevaría al desastre. Nada ecuatoriano, nada americano vivía en el espíritu del gran hombre de hierro.
Era, aunque inmensamente superior a los fundadores de la República, extranjero como ellos, siquiera por las ideas y la mentalidad. Sus valiosas obras civilizadoras, necesarias para los basamentos del país, tenían la característica inconfundible de una administración personal y paternal, profunda y avasalladoramente.
“MOMENTOS CULMINANTES DE ELOY ALFARO”
Durante el segundo período de gobierno, el Alfarismo fue perdiendo apoyo. Muchos de sus antiguos partidarios se unieron a la tendencia Placista aliada de los terratenientes. A ello se sumó la pérdida de poder de Alfaro en el ejército y el deterioro propio de la vejez.
Cuando su segundo período presidencial terminaba, Alfaro escogió como candidato al empresario guayaquileño Emilio Estrada, quien triunfó ampliamente en las elecciones presidenciales. Al enterarse Alfaro de que Estrada tenía una enfermedad cardiaca grave, intentó destituirlo legalmente para evitar una disputa por su sucesión. Los seguidores de Estrada dieron un golpe de Estado y Alfaro salió del país.
A los pocos meses de iniciar su mandato, Estrada murió y, como Alfaro había previsto, diversas facciones liberales empezaron a disputarse el poder. Alfaro volvió al país para intentar negociar un acuerdo, pero una sangrienta guerra civil se había apoderado del país. Por un lado, estaban los liberales más radicales, que se habían alzado en Esmeraldas y Guayaquil y, por el otro, fuerzas comandadas por Leonidas Plaza y Julio Andrade, que representaban al gobierno. Ante la contundencia de los ejércitos gobiernistas, los alfaristas llegaron a un acuerdo por el cual se respetaba su libertad y se rindieron. A pesar de ello, Alfaro y sus compañeros fueron encarcelados y traídos a Quito, donde una multitud, azuzada por clérigos y enemigos de Alfaro, los asesinó y arrastró por las calles hasta El Ejido, donde se los incineró.
El 28 de Enero de 1912 las celdas del penal García Moreno son asaltadas por la guardia del Panóptico; seis cuerpos exánimes, desnudos y sangrantes fueron arrastrados por el tosco empedrado del sombrío Panóptico. Luego amarrados con sogas y arrojados a la calle para el “arrastre”. Presidían esta procesión macabra matarifes, prostitutas, viudas de soldados, frailes, cocheros y muchachos. Los autores intelectuales: fanáticos clericales y liberales tránsfugas. Trágico epílogo que duró parte de la tarde, pasó por el Palacio de Gobierno hasta el Ejido. Allí los mutilados y sangrantes cuerpos fueron incinerados. Es la Hoguera Bárbara, las piras en las que quemaron el cuerpo enjuto y pequeño del Viejo Revolucionario y de sus revolucionarios. “La incineración del cráneo pensador, ha dado siempre más fuerza y brillantez al pensamiento que se albergaba en la cabeza carbonizada” sostiene  José Peralta. Es el disciplinamiento y la normalización social según el filósofo Foucault “Es el rescate del statu quo heredado de la Colonia”.
 
Conclusión
Un Héroe nada más que un héroe para el país, que ha dejado un legado extraordinario de vida para recordar y tener muy en cuenta que la vida de un hombre luchador fue el gran ejemplo y lo seguirá siendo  su La muerte marcó el fin de un liderazgo  pero las luchas populares han continuado vigentes.
El pueblo ecuatoriano se ha movilizado en busca de construir un país en el que todos tengamos iguales derechos garantías y justicia acceso a educación, salud, vivienda, trabajo y a nuestro patrimonio cultural y servicios públicos; sobre todo, donde el Estado sea democrático, es decir que sea el pueblo el dueño del poder y no un reducido grupo de privilegiados. Y donde exista espacio público para el debate y la toma de decisiones.

“Nada soy, nada valgo, nada pretendo, nada quiero para mí, todo para vosotros, que sois el pueblo que se ha hecho digno de ser libre”
Eloy Alfaro Delgado




1 comentario:

  1. Sin embargo, cualquiera que sea la estación que elija para visitar, hay muchas cosas que hacer durante todo el año. Aquí están las 15 mejores cosas para hacer en Fairbanks. https://pleasantmountpress.com/15-mejores-cosas-que-hacer-en-fairbanks-alaska/

    ResponderEliminar